Carlo Cipolla, que ha enunciado las leyes de la estupidez, avanza la siguiente definición: «Una persona estúpida es la que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio.» Me parece insuficiente. El asunto es más grave. Hay que incluir a las que se perjudican a sí mismas exclusivamente y, como espero mostrar, a las que perjudican a otros, aunque saquen un beneficio.
«En el bastón de Balzac se lee esta inscripción: “Rompo todos los obstáculos”. En el mío: “Todos los obstáculos me rompen”».
Llamo inteligencia a la capacidad de un sujeto para dirigir su comportamiento, utilizando la información captada, aprendida, elaborada y producida por él mismo.
La culminación de la inteligencia, su éxito, está en dirigir bien la conducta. Ya sé que introducir la palabra «bien», un adjetivo sospechoso, habrá acabado de escandalizar a un purista. Pero no estoy diciendo nada extraño.
Una definición clásica de la inteligencia, admitida por tirios y troyanos, dice que es la capacidad de resolver problemas nuevos. Por lo tanto, la inteligencia dirige bien si permite resolver esas situaciones conflictivas, de lo contrario está funcionando mal.
La principal función de la inteligencia es salir bien parados de la situación en que estemos. Si la situación es científica, consistirá en hacer buena ciencia; si es literaria, en escribir brillantemente; si es eco nómica, en conseguir beneficios; si afectiva, en ser feliz.
Todo aficionado a la psicología sabe que Robert J. Sternberg es autor de una teoría de la inteligencia muy respetada en ambientes académicos. Es, además, un hombre perspicaz, capaz de hacer submarinismo en cualquier charco. No hace mucho ha publicado un libro titulado "¿Por qué las personas inteligentes pueden ser tan estúpidas?" que alerta sobre una paradoja de la condición humana.
José Antonio Marina ("La Inteligencia Fracasada")
No hay comentarios:
Publicar un comentario