REGLA NÚMERO SEIS:
Siempre hay que dejar que las propias acciones hablen por uno, aunque todo el tiempo hay que estar en guardia contra las terribles trampas del falso orgullo y la vanidad que pueden detener el propio avance. La próxima vez que uno se sienta tentado a vanagloriarse, tendría primero que meter la mano en una cubeta llena de agua y, cuando la saque, el agujero que queda hará que uno se dé una idea correcta de la medida de su importancia.A ninguno de nosotros nos decepciona más otra persona de lo que nos decepcionamos de nosotros mismos.
Un obstáculo peligroso para nuestro progreso continuo es la terrible pantalla de orgullo complaciente que es responsable de cegar nuestro avance una vez que hemos experimentado un poco de éxito.
Es cierto, es posible que hayamos trabajado muy duro y hayamos dedicado todos nuestros talentos y esfuerzos en avanzar, y esa es realmente la razón por la cual usted y yo estamos juntos; sin embargo, es fácil caer en la trampa de creer, después de unas cuantas victorias, que uno posee algunas cualidades especiales y únicas, y cuando uno refleja esa actitud en su comportamiento con los demás, eso puede dañar seriamente su progreso.
De hecho, nada puede lastimarlo más a uno que la arrogancia y el orgullo que piden que alguien les ponga un alto. Todos somos hijos de Dios, pero si tan sólo pudiéramos ver qué tan poco hueco dejaría nuestra muerte en este mundo, dejaríamos de tomar tan en cuenta el espacio que ocupamos y pensaríamos más en ayudar a los demás.
Constantemente estoy librando mi batalla personal contra la tentación del falso orgullo. Cuando uno escribe un nuevo libro cada dos años, como yo, y luego recorre todo el país para promocionarlo en la prensa, la radio y la televisión, por no mencionar la serie de discursos de inauguración que pronuncio al año, es fácil caer en la trampa de comenzar a creer todas las cosas buenas que se dicen y se escriben en los medios de comunicación – por no mencionar todas las atenciones, las limosinas con chofer y las fiestas par firmar autógrafos con lo cual se le malacostumbra a uno.
Nunca olvidaré el día en que Dios decidió reducirme considerablemente la opinión de mí mismo, algo que indudablemente me merecía en ese tiempo. Estaba en mi habitación del hotel en espera de que llamaran a la puerta como señal de que era el momento para que hiciera mi aparición en el salón de baile allá abajo, donde iba a pronunciar el discurso de inauguración de una gran convención nacional de varios miles. Cuando llegó por fin el mensajero de la compañía, un hombre de edad, me puse el saco y lo seguí por el pasillo hacia el elevador.
Había mucho ruido y gente en el vestíbulo y no habíamos avanzados mucho cuando sentí que alguien me tocaba con decisión el hombro y me volví par ver a un hombre joven con ojos de asombro, con un distintivo con el nombre de su compañía pegado al bolsillo de su saco, que aferraba una bolsa de papel y me apuntaba a la cara con el dedo.
- ¿Es usted Og Mandino? – me preguntó sin aliento. Asentí con la cabeza y seguí caminando.
-¿Me concede un minuto, señor? preguntó el joven mientras se desplazaba hacia una mesita junto a una ventana, lejos del movimiento de la gente. Interrogué con la mirada a mi guía ceñudo, quien finalmente asintió moviendo la cabeza con cierta reticencia.
– Señor – me espetó el joven mientras colocaba la bolsa de papel sobre la mesa - quiero que sepa que mi esposa es una fanática de Og Mandino. Le juro que se ha leído todo lo que usted ha escrito. Como en maestra en el pequeño pueblo donde vivimos, no hubo manera de que pudiera venir conmigo y se quedó muy afligida Tenía tantas ganas de escucharlo a usted. ¡Que pena!
– Pues bien, señor, pensé que debía hacer algo especial por Louise, y creo que estuve en todas las librería que hay en un radio de ochenta kilómetros alrededor de nuestro pueblo y me las ingenié para conseguir cinco de sus libros en edición empastada. Por favor... se lo suplico... ¿me haría usted el gran honor de autografiar estos libros para mi esposa? Se los quiero dar como regalo de cumpleaños, el jueves próximo.
- Con todo gusto – le dije, saqué la pluma del bolsillo interior de mi saco y escribí en los cinco libros, la siguiente dedicatoria: "Para Louise, con afecto: Feliz Cumpleaños, Og Mandino".
Cuando hube terminado, el joven volvió a meter cuidadosamente todos los libros en su bolsa de papel, me dio un abrazo nervioso y apresurado, me dio las gracias y se alejó... y a mí se me olvidó mantener la boca cerrada, pero qué bueno que se me haya olvidado.
Ya se había alejado unos tres metros, cuando dirigiéndome a él le grité:
- Dígame, ¿esto va a ser una sorpresa para Louise?.
Se volvió y con una tímida sonrisa de oreja a oreja, me repuso gritando:
- ¡Por supuesto que sí, señor, ella está esperando un nuevo Toyota Corolla!
REGLA NÚMERO SIETE:
Cada día es un don especial de Dios, y si bien es posible que la vida no siempre sea justa, uno no debe dejar nunca que las penas, las dificultades y las desventajas del momento envenenen la actitud y los planes que uno tiene para sí mismo y su futuro. No se puede ganar si se lleva puesta la fea capa de la autocompasión con toda seguridad ahuyentará cualquier oportunidad de éxito. Nunca más. Hay una mejor manera.
La vida no es justa... y probablemente nunca será así. Habrá ocasiones en que uno hace la mayor parte del trabajo y, sin embargo otro se lleva el crédito. Es posible que uno trabaje el doble de lo que trabaja su vecino, y uno se sabe el doble de listo... y sin embargo, uno sólo gana la mitad de lo que gana el otro.
Hay muchas ocasiones en que la vida nos reparte una mala mano. ¿Cómo juega uno esas malas manos cuando le toca una? ¿Se aferra, se niega a rendirse, aunque no se tenga la garantía de lograr el triunfo... o se lamenta y se compadece de sí mismo porque uno está seguro de que sus dificultades y problemas son mucho más terribles que las desgracias de cualquiera otra persona?
¡Pobre nene!
Hace casi dos décadas, recibí una pequeña tarjeta amarilla con un poema escrito con tinta verde, de parte de Wilton Hall, quien publicaba Quote Magazine en anderson, Carolina del Sur. El poema ha tenido un sitio especial en mi vida a lo largo de todos estos años. Durante mis discursos, no solo lo comparto con todos mis públicos, sino que lo mantengo a mano para mi propio bienestar. Cuando las cosas no están yendo muy de acuerdo con la forma en que las planeé, o los días comienzan con el pie izquierdo, o empiezo a irritarme un poco con los demás y tal vez a sentir lástima de mí mismo, saco mi poema, lo leo y luego prosigo con mi vida, agradecido y sólo hago una pausa suficientemente larga para volver la vista a los cielos y decir: ¡Gracias!
Sí, recárguese en el sillón, amigo lector, y permítame que le dé el gastado original. Es un tesoro, y le apuesto que también usted, al igual que yo, lo releerá con frecuencia en el futuro y lo compartirá igualmente con sus amigos.
¡Señor, perdóname cuando me lamento!
Hoy, en el autobús, vi a una bella muchacha de cabello rubio, la envidié... parecía tan alegre... y deseé ser así de bonita. De pronto, cuando se puso de pie para irse, la vi cojear por el pasillo. Tenía una sola pierna y usaba muleta; sin embargo, al pasar... ¡qué sonrisa! ¡Oh, Dios, perdóname cuando me lamento! Tengo dos piernas.
¡El mundo es mío!
Me detuve a comprar unos dulces. El muchacho que los vendía era tan encantador.
Conversé con él. Se veía tan contento. Si me retrasaba no habría problema. y cuando me iba, me dijo: “Se lo agradezco, ha sido usted muy amable. Es grato conversar con gente como usted. Sabe – dijo –. Soy ciego”.
¡Oh, Dios, perdóname cuando me lamento! Tengo los ojos.
El mundo es mío.
Después al ir caminado por la calle, vi a un niño con los ojos de cielo. Estaba de pie y observaba a otros niños que jugaban. Parecía indeciso. Me detuve un momento y le dije:
“¿Por qué no vas a jugar con ellos, primor?”. Siguió viendo hacia enfrente sin decir nada y entonces me di cuenta de que no podía oír. ¡Oh, Dios, perdóname cuando me lamento!
Tengo dos oídos. El mundo es mío.
Con pies que me lleven a donde quiero ir, con ojos para ver los colores del atardecer, con oídos par escuchar lo que quiera saber... ¡Oh, Dios, perdóname cuando me lamento. En realidad soy una afortunada. El mundo es mío.
Autora Anónima
6/10/09
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