Los autores eminentes se distinguieron siempre por la paciencia y perseverancia en su labor. No brotaron sus obras con la impetuosidad del rayo, sino que las elaboraron pacientemente con belleza y gracia, sin dejar en ellas vestigio del esfuerzo realizado al componerlas.
Sabido es cuán necesitado andaba el gran escritor inglés Thomas Carlyle mientras escribía su ‘HISTORIA DE LA REVOLUCION FRANCESA’. Al dejar listo el primer tomo para la imprenta, prestó el manuscrito a un vecino, quien descuidadamente lo dejó por el suelo, y la criada lo recogió para encender el fuego, creída de que eran papeles inútiles. Cabe suponer el amargo disgusto del escritor; pero no era Carlyle hombre que fácilmente cediese a la desesperación, y al cabo de algunos meses había rehecho el quemado manuscrito, después de volver a consultar cientos de volúmenes’.
Le rogaron a Charles Dickens que leyera en público alguna de sus narraciones, y respondió diciendo que le faltaba tiempo, pues tenía la costumbre de leer diariamente un mismo trabajo durante seis meses antes de leerlo en público, porque confesaba que el único mérito de sus producciones era la humilde, paciente y prolongada atención con que las componía.
Charles Darwin se pasó 15 años verificando ‘EL ORIGEN DE LAS ESPECIES’. Los libros de memorias de hombres tan eminentes como Hawthorne y Emerson nos informan del enorme y perseverante trabajo que emplearon en libros cuya lectura acabamos en una hora. Montesquieu tardó veinticinco años en componer ‘EL ESPIRITU DE LAS LEYES’, y Adam Smith estuvo diez atareado en ‘LA RIQUEZA DE LAS NACIONES’.
Un condiscípulo se burló cierta vez de Eurípides, porque había estado tres días para escribir tres líneas, cuando él había escrito ya quinientas, a lo que repuso Eurípides: ‘Pero tus quinientas líneas quedarán muertas y olvidadas, mientras que mis tres vivirán eternamente’.
Ariosto escribió de dieciséis formas distintas su ‘DESCRIPCION DE UNA TEMPESTAD’ y empleó diez años en ‘ORLANDO FURIOSO’, del que sólo pudo vender cien ejemplares a seis reales. Adan Tucker trabajó diez y ocho años en su ‘LUZ DE LA NATURALEZA’.
Las obras maestras de literatura se compusieron línea por línea, párrafo por párrafo y algunas se rehicieron doce veces. Lucrecio empleó casi toda su vida en la composición del famoso poema ‘DE RERUM NATURA’.
Rousseau, cuyo estilo es tan elegante y ameno, dice de su propia labor:
‘Mis manuscritos, emborronados, raspados, con tachones e interlíneas y apenas legibles, atestiguan el trabajo que me costaron. Todos los rehice cuatro o cinco veces antes de darlos a la imprenta... Volví y revolví en mi mente algunas cláusulas durante cinco o seis noches antes de transcribirlas al papel’.
Beethoven aventajó tal vez a los demás compositores en paciente fidelidad y persistente aplicación. Difícilmente se encontraría en su música una línea que no la hubiese compuesto y corregido lo menos doce veces.
Edward Gibbon escribió nueve veces su autobiografía, y en invierno y verano estaba en su gabinete a las seis de la mañana, trabajando durante veinte años en su magistral obra ‘DECADENCIA Y CAIDA DEL IMPERIO ROMANO’.
Platón escribió de nueve modos distintos la primera frase de su ‘REPUBLICA’, antes de ponerla en limpio. Virgilio tardó siete años en escribir las ‘GEORGICAS’ y doce en componer la ‘ENEIDA’, quedando tan descontento de este poema, que le dieron tentaciones de levantarse de su lecho de muerte para entregarlo a las llamas.
Abel Cortese
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